Me iba a caer por un grande y largo precipicio del que nunca conseguiria recomponerme, me moriría, mi alma moriría.
Estaría vacía en mi interior hasta que apareció en mi interior un gran rostro con cara de bondad y con ganas de ayudar de salir de un terrible pozo negro sin fondo, la soledad.
Te agarré el brazo con fuerza, con la confianza que no habría tenido con nadie.
Me sostuviste durante un tiempo y me hiciste volver a tierra firme y no seguir colgando debatiendo entre la vida o la muerte.
Me salvaste los sentimientos, la fuerza interior.
Me cogiste en brazos y de repente tiraste todo mi corazón al suelo, distinguiendo las dos partes que lo unían: la parte débil, el diamante, que a la vez que brillaba, era frágil y representaba las esperanzas de que todo fuese como en un cuento de hadas; y la parte más fuerte, formada por hierro, algo casi irrompible que por mucho que lo pisotearas, lo pisaseses y lo intentases destruir, seguía sobreviviendo: era la parte que representaba mi amor hacia tí.
Te alejaste sin tener ningún detenimiento para mirar hacia atras, y por mucho que me olvides, la parte dura seguirá sobreviviendo.
Porque por mucho que intentes matarme, no conseguiras matar lo inmortal.